Roberto Durán S.
Profesor ANEPE
El ejercicio de presionar los vínculos entre países mediante la amenaza del poder militar por una o por varias partes involucradas en una determinada coyuntura, es el componente básico de la diplomacia coercitiva.
Su uso emerge como una opción si un país o un grupo de países consideran que las instancias para solucionar un impasse se han agotado diplomática y/o comercialmente, o ante el fracaso de cualquier otro tipo de negociación directa. El inicio y posterior desarrollo de importantes conflictos a partir del siglo XVII en adelante en el continente europeo, en el norte y sudeste asiático, en la región del Magreb y durante la ocupación colonial del continente americano, testimonian empíricamente el uso intenso e indiscriminado de este mecanismo por parte de diversas potencias y regímenes políticos.
Entre el Congreso de Viena de 1814 y nuestros días ha habido un sinnúmero de variaciones en la forma en que operan tales instrumentos, y desde entonces no son pocos los países que los han incorporado como una estrategia en sus estilos diplomáticos, toda vez que su recurrente uso les ha devengado importantes logros en sus políticas exteriores. Otros prefieren un uso más discreto, por cuanto cuidan su imagen internacional con el mismo esmero en que un biólogo hace otro tanto con sus especies de laboratorio. Hay otros que optan por utilizarlo con países tradicionalmente no-amistosos, como son los casos entre países limítrofes. Finalmente, están aquellos países que no hacen uso de tales mecanismos porque no tienen recursos diplomáticos, militares o comerciales con los cuales hacer gala. En suma, la diplomacia coercitiva es propia de países con indicadores socioeconómicos impactantes, cuya capacidad diplomática y política se apoya en un potencial militar generado por su voluntad política.
Ahora bien, este marco de referencia se complica si la amenaza coercitiva se origina —desde el inicio del siglo XXI— por la voluntad de un país socioeconómicamente vulnerable, provisto de un régimen político extremadamente excluyente e internacionalmente desprestigiado. Corea del Norte es un Estado-Nación con escasas representaciones y reconocimiento diplomático, que además está legal y técnicamente en guerra con su país vecino del sur. A la escasa sofisticación de su diplomacia, añade una conducta desafiante y contumaz en el no-cumplimiento de sus obligaciones multilaterales.
El privilegiar su menguada capacidad económica en un complejo y sofisticado aparato de defensa es en sí un tópico no menor, habida cuenta que ha sido y es un esfuerzo que ha desdeñado una y otra vez el menguado estándar de vida de sus conciudadanos. Claramente, desde sus inicios en los años 50, la imagen de este régimen es de las peores en el sistema político internacional, reconociendo que ello nunca ha sido un tópico relevante para su dirigencia, al menos hasta fines del 2017.
Todo indica que entre los años 2005-2010 se reinventa fuertemente el tinglado ortodoxo de la diplomacia coercitiva. Por primera vez un típico weak-state intentaba irrumpir en la estabilidad de los circuitos tradicionales de las relaciones internacionales. Hay que reconocer que las exigencias norcoreanas fueron plasmando un singular petitorio que se instaló definitivamente en la política mundial hacia fines de la década anterior.
La perseverancia norcoreana empieza a influir irremediablemente en la frágil estabilidad de la península coreana, en especial después de los graves incidentes navales con Corea del Sur hacia mediados de la primera década de este siglo. A poco andar, esta sensación se extiende hacia toda la región norasiática, ámbito geográfico en el cual interactuaban entonces —e interactúan hoy— el inédito surgimiento político y económico-comercial chino, el inquietante rearme del Japón, la complicada postura diplomática de Corea del Sur y un alicaído marco de alianzas político-estratégicas de los Estados Unidos.
El rol asumido por la diplomacia rusa en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y su planeado acercamiento hacia la RPC desde el 2014 se inscriben en esta misma tendencia. En síntesis, al iniciarse la segunda década del siglo XXI, el comportamiento desafiante de la política exterior norcoreana recompone el mapa de las hipótesis de conflicto en la región del noreste asiático.
A partir del 2016, el contexto generado por los ensayos nucleares norcoreanos y la miríada de amenazas verbales de su dirigencia no eran fáciles de digerir por la clase política norteamericana. Aunque al principio el gobierno de ese país intentó erróneamente banalizar la situación, la candente oratoria del primer mandatario norcoreano y la seguidilla de ensayos nucleares —que apuntaban a mejorar la calidad de su armamento— abrió paso a un brusco cambio de actitud, estimulando desde principios del 2017 un locuaz y poco amable intercambio de mutuas amenazas.
Un substancial —aunque no inesperado— cambio de orientación del Departamento de Estado durante la segunda mitad del 2017 y una acelerada presión diplomática de la RPC sobre la dirigencia norcoreana en esos meses, reconfiguraron la incertidumbre de principios y mediados de año. A ello se añadió el oportuno y asertivo acercamiento del gobierno surcoreano hacia su homónimo norcoreano. Así las cosas y como sucede en estos casos, una discreta y eficaz diplomacia reemplazó crecientemente a la amenazante oratoria, bosquejándose un viable itinerario de acercamiento. Se abrió paso a un interregno de negociaciones directas, lo que a la postre permitió las recientes y conocidas reuniones y acuerdos bilaterales.
Al concluir la reunión, se acordó —en forma un tanto elíptica— la desaparición de la presencia militar norteamericana en Corea del Sur y paralelamente, un opacamiento visible del arsenal nuclear norcoreano. El cumplimiento efectivo de lo acordado constituye un misterio, por cuanto —a primera vista— es difícil concebir el total desmantelamiento de una capacidad militar en la que el régimen norcoreano se empeñó durante decenios. Del mismo modo, un repliegue de tropas norteamericanas fuera de territorio surcoreano no necesariamente conlleva una total ausencia en la región, por cuanto es posible sustituirlo con un mayor despliegue en sus islas en el Pacífico central o un incremento cualitativo de su contingente militar en Japón.
También es prematuro sostener que la RPC sería el país más beneficiado por este acuerdo. Sin duda que correspondió un rol importante a la diplomacia china en este trajín. Pero Corea del Norte espera importantes y contundentes concesiones de la RPC. Desde ya, un mejor tratamiento laboral y salarial de la fuerza de trabajo norcoreana instalada en ese país desde hace unos veinte años. En seguida, una mayor inversión china en la alicaída economía norcoreana, dejando atrás los efectos del período 2011-2016, durante el cual la RPC disminuyó drásticamente la inversión y el intercambio comercial con Corea del Norte. Claramente, esta importante y urgente ayuda deberá provenir de las arcas de la RPC, porque es el país que a sus ojos está en condiciones y en la obligación de hacerlo.
El régimen norcoreano también espera un fehaciente apoyo chino y de Corea del Sur en Naciones Unidas. Es una tarea para nada fácil, dado que la flagrante violación e incumplimiento de acuerdos y decisiones del Consejo de Seguridad, en las que repetidamente incurrió el régimen norcoreano, no son banales en la diplomacia multilateral.
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