Miguel Navarro Meza
Abogado y Cientista Político. Profesor ANEPE
Una de las cuestiones interesantes –y casi diríase inquietantes– en el debate reciente sobre relaciones político-militares en Chile, han sido los cuestionamientos a la regulación que la Constitución de 1980 hace de las Fuerzas Armadas y, en una óptica más amplia, a la incorporación de la seguridad nacional y de la función de defensa en su texto.
Dichos planteamientos, esporádicos aunque pertinaces, se apoyan, según sus cultores, en que las organizaciones militares no tienen la jerarquía institucional necesaria para su inclusión en la Carta Fundamental y que los conceptos de seguridad y defensa asociados no se condicen con las materias que deben estar reguladas en el Código Político. En esta lógica, la Constitución actual se habría apartado de las tradiciones jurídicas chilenas, manifestadas en los anteriores ordenamientos fundamentales que ha tenido la República y tampoco se sustentarían en las tendencias contemporáneas del Derecho Constitucional comparado.
Estos argumentos suenan seductores pero no se sustentan en la historia constitucional chilena ni en el derecho comparado. En el proceso actual, este debate no es baladí ni se puede mantener en el campo meramente teórico del Derecho Constitucional y de la Ciencia Política. Por el contrario, la coyuntura sugiere un tratamiento progresivo pero igualmente permanente de los temas asociados a la defensa y a las Fuerzas Armadas en el ordenamiento constitucional y sus consecuencias en la estructura jurídica chilena.
Algo de teoría
Es bien sabido que desde la Antigüedad –y aún antes, en realidad desde las manifestaciones más primitivas de asociación política– ha existido una relación permanente, lineal, directa, aunque no siempre fácil, entre la conducción política y la fuerza militar. Tal vinculación ha derivado, a un tiempo, del hecho que la defensa ha sido siempre una de las funciones básicas de toda sociedad organizada, calidad que comparte con el gobierno interior, el manejo de la hacienda pública y la administración de justicia y, paralelamente, por ser la fuerza un componente fundamental del ejercicio del poder, en términos modernos, un atributo del ejercicio interno y externo de la soberanía.
La relación entre la conducción política y la fuerza militar ha sido siempre difícil, pero se complejizó aún más con el advenimiento del sistema republicano. Mientras que en el sistema dinástico la fuerza armada estaba al servicio exclusivo del soberano y obedecía solo a él, en los sistemas representativos, cuando la soberanía se radicó en la nación toda, la disposición de la fuerza militar, del monopolio de su empleo y de los límites de su conducción, se traspasaron a los representantes de dicha soberanía de una manera regulada, inherente al nuevo sistema político. El carácter normado de dicha relación, justo es decirlo, no resolvió del todo las complejidades entre las autoridades políticas del Estado y los detentadores de la fuerza pero, al menos, dio contenidos normativos y certezas jurídicas a la vieja cuestión quis qustodiet ipsos qustodes[1].
Históricamente, los cuerpos armados del Estado, tomados en sentido genérico, han tenido dos cometidos fundamentales: en primer lugar, garantizar el ejercicio de su soberanía interna, es decir la capacidad de dictar sus propias normas y hacerlas cumplir coercitivamente y, en una óptica más amplia, ejecutar sus cometidos de bien común de manera incontrarrestada y, en segundo término, afianzar la soberanía externa del Estado, fundamentalmente asegurando la integridad de su territorio, de su sistema político, la seguridad de su población y, en definitiva, de su capacidad de actuar en forma independiente en el sistema internacional.
Es bien sabido que un Estado, para tener la condición de tal, debe ser capaz de imponer su voluntad al interior de su territorio y de oponer su existencia e independencia a los demás integrantes de la comunidad de naciones. Dicho de otro modo, debe ejercitar interna y externamente su poder; pero tal ejercicio debe ser regulado en términos de su extensión, alcance y oportunidad de modo de hacerlo compatible con las libertades y garantías de los administrados en lo doméstico y con la convivencia pacífica en lo internacional.
Componente fundamental de este proceso es un adecuado control sobre los cuerpos armados del Estado por parte de sus autoridades políticas. En términos muy generales, esto implica asegurarle a este el monopolio del uso de la fuerza y, paralelamente, una adecuada y funcional sujeción de dichos cuerpos a sus autoridades. En esta lógica, los cuerpos armados del Estado deben ser exclusivos, lo que impide la existencia de otros entes armados, y estar sometidos a un deber de obediencia efectiva hacia quienes ejercen legítimamente los cargos superiores dentro de su estructura política. Esto descansa en normas específicas que regulen la existencia de dichos cuerpos armados, su carácter único, exclusivo y monopólico respecto del uso de la fuerza legítima, y las relaciones entre las autoridades del Estado y sus integrantes, caracterizadas por la subordinación de estos frente a aquellos.
En esta perspectiva y debido a que se trata del uso monopólico de la fuerza por parte del Estado y, además, al hecho que esta se ejerce por cuerpos especializados, insertos dentro de su organización administrativa, la normativa básica que regula este empleo y sus relaciones con las autoridades correspondientes en muchos países, esta está recogida en las normas de mayor jerarquía que regulan la organización del Estado y su relación con los administrados, es decir las propias de un ordenamiento constitucional.
Por todo esto, el constitucionalismo ha incluido la regulación básica de la existencia de las fuerzas militares y su relación con las autoridades políticas en las cartas fundamentales de numerosos países, con crecientes niveles de detalle. Quizás si el exponente inicial de tal tendencia fue la Constitución de Estados Unidos de 1787 que, por una parte alude a la función de defensa y, además, a un tiempo, estableció al Ejército y la Armada, y hoy día por extensión la Fuerza Aérea, y reguló su relación con el poder político –Ejecutivo y Legislativo[2]–. Desde entonces y especialmente en los últimos decenios, el reconocimiento y regulación de las fuerzas militares y en muchos casos de todos los cuerpos armados del Estado está ampliamente difundido en el Derecho Constitucional comparado. Aunque los textos específicos varían en extensión y profundidad, su expresión es casi universal.
La situación chilena
Los conceptos de seguridad, soberanía y protección del territorio han estado presente desde los más primitivos intentos de ordenar normativamente el funcionamiento del Estado en Chile. No ha sido este un reconocimiento siempre explícito y formal; de hecho, y con algunas excepciones importantes y desde luego en la Constitución de 1980, la función de defensa ha estado más bien subentendida y su concreción en los textos ha sido indirecta, referida a otras cuestiones, especialmente con el relacionamiento político-militar. Lo mismo es válido a propósito de la seguridad nacional, con el adicional de que se trata de un concepto nuevo, propio de la segunda mitad del siglo XX y que como tal no podía tener un reconocimiento expreso en las cartas fundamentales anteriores a la de 1980.
Esto es perceptible ya en el Reglamento para el Arreglo de la Autoridad Ejecutiva Provisoria de Chile de 1811, y singularmente, en el Reglamento Constitucional Provisorio de 1812 se encuentra subyacente la idea de la defensa y la seguridad del Reino frente a eventuales violaciones a su soberanía. Posteriormente, tales conceptos se manifestaron en todos los ordenamientos constitucionales del país hasta alcanzar un especial –y comprensible– desarrollo en la Constitución de 1980.
En lo que dice relación con el reconocimiento a la existencia de los cuerpos armados en los textos constitucionales, este ha seguido un patrón similar al de los conceptos de seguridad y soberanía. Las menciones son constantes pero no lineales, a veces indirectas y, en general, no se regula la naturaleza de dichos cuerpos sino más bien, y a partir de la Constitución de 1823, es la relación de la autoridad política con los uniformados la que recibe atención en los sucesivos códigos políticos.
Un asunto de especial interés y trascendencia, resuelto tardíamente durante la vigencia de la Carta de 1925, fue la especificación normativa de las Instituciones de la Defensa que componían la fuerza pública. En efecto, en la reforma constitucional aprobada por la Ley N° 17.398 de enero de 1971 –conocida como la Reforma Constitucional de las Garantías Democráticas[3]– entre otras materias se modificó el texto del artículo 22 original, estableciéndose que la fuerza pública estaba compuesta “única y exclusivamente” por las Fuerzas Armadas y el “Cuerpo de Carabineros”; que su dotación solo podía ser fijada por ley y que el ingreso a sus plantas solo podía efectuarse por sus escuelas matrices, excepto el de aquel personal que realizaría funciones estrictamente civiles.
En consecuencia, se especificó cuáles instituciones quedarían comprendidas en la fuerza pública, se aseguró su carácter profesional y no deliberante y se prohibió constitucionalmente la existencia de otras organizaciones armadas. Esto resultó acorde con las atribuciones que corresponden al Estado en un sistema democrático, en cuanto ser el detentador único del uso legítimo de la fuerza, el sujeto activo del monopolio de la violencia, pero dentro de los límites que le impone el marco normativo correspondiente.
La Constitución de 1980 desarrolló la cuestión castrense a partir de estos conceptos. Su tratamiento extensivo del tema en los artículos 90 y siguientes (hoy 101 y siguientes) obedeció al carácter militar del régimen imperante y también a consideraciones de seguridad internacional. Más importante sin embargo, es que, en esto, la Carta Fundamental siguió la tendencia comparada, especialmente la expresada en la Constitución española de 1978 que reconoce y regula la situación de las fuerzas armadas en varias disposiciones[4].
Es efectivo que el tratamiento que la actual Constitución otorga a las Fuerzas Armadas es bastante amplio, pero no es distinto al que otras cartas fundamentales le asignan al tema militar, aunque en el caso chileno es posiblemente más sistemático. Con todo, esto de ninguna manera invalida la presencia de las Fuerzas Armadas en su texto. Por el contrario, resalta su importancia.
Cabe mencionar además, y esto es de especial importancia, que la Carta de 1980 establece un genuino estatuto de sujeción castrense a la autoridad política, sin ambages ni ambigüedades. El artículo 101 las hace directamente dependientes del Ministerio de Defensa Nacional, conceptos reforzados, ya en el nivel legal, en la Ley Nº 20.424, Estatuto Orgánico del Ministerio de Defensa Nacional de 2010. Esto constituye el corolario de un proceso iniciado en los albores de la República que, especialmente en el siglo XIX, evitó los caudillismos y aseguró una temprana estabilidad política al país.
En síntesis, a lo largo de la historia republicana de Chile, sus textos constitucionales han incorporado conceptos relacionados con su seguridad externa, soberanía e independencia. Del mismo modo, fueron reconociendo progresivamente la existencia de las Fuerzas Armadas y definiendo sus características y misiones. Paralelamente, las diversas cartas fundamentales crearon, en forma igualmente gradual, un modelo de vinculación entre la autoridad política y los uniformados, orientado a evitar caudillismos, una presencia indebida de estos en política y presiones castrenses en las decisiones de la autoridad civil. Esto ha asegurado una adecuada supremacía civil sobre los militares y, correlativamente, una correspondiente sujeción estatutaria de estos a la autoridad civil.
[1] Según es bien sabido, esta frase originalmente no tuvo nada que ver con la política. Proviene de las Sátiras de Juvenal y estaba relacionada con la fidelidad conyugal. Sin embargo, con los años se comenzó a usar a propósito del control sobre aquellos que deben cuidar algo, en este caso, respecto de los encargados de proteger la existencia y la soberanía del Estado.
[2] Función de Defensa: Preámbulo y Artículo Uno Sección Octava, Nºs 1 y 11. Regulación del Ejército y Armada (hoy también Fuerza Aérea) y “milicias” (hoy Guardia Nacional) Sección Octava Nºs 12, 13, 14, 15 y 16 relativos todos a las facultades del Congreso y Artículo Dos Sección Segunda, Nº 1 que establece la sujeción de las instituciones militares al Ejecutivo, efectivamente, al Presidente de los Estados Unidos.
[3] Esta reforma encuentra su origen en la negociación llevada a cabo entre el Partido Demócrata Cristiano y Salvador Allende en octubre de 1970 para otorgarle su apoyo en el Congreso que, conforme a las normas de la Constitución de 1925, debía elegir entre él y Jorge Alessandri, ya que ninguno había obtenido la mayoría absoluta en la elección presidencial del 4 de septiembre de ese año.
[4] El Artículo 8º es la norma básica de las Fuerzas Armadas. Está ubicado en el Título Preliminar, es decir en la parte doctrinal de su texto, lo que evidencia la importancia otorgada a la materia. Además, se alude a las fuerzas armadas en el Artículo 62 literal h) que le otorga al monarca su mando supremo y en el artículo 97 que radica en el Gobierno la dirección de la administración militar y la responsabilidad de la defensa.
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